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En febrero, mientras la administración de Trump intensificaba su búsqueda por transformar el gobierno federal, una psiquiatra que trata a veteranos fue dirigida a su nueva estación de trabajo y se quedó incrédula. Bajo una nueva política de regreso a la oficina, se le exigía que llevara a cabo psicoterapia virtual con sus pacientes desde uno de los 13 cubículos en un gran espacio de oficina abierto, similar a los utilizados en centros de llamadas. Otro personal podría escuchar las sesiones o aparecer en la pantalla del paciente mientras pasaban camino al baño o la sala de descanso.

La psiquiatra estaba atónita. Sus pacientes padecían trastornos como esquizofrenia y trastorno bipolar. Tratarlos desde su oficina en casa le había llevado muchos meses ganarse su confianza. Este nuevo arreglo, dijo, violaba un principio ético fundamental de la atención de la salud mental: la garantía de privacidad.

Cuando la doctora preguntó cómo se esperaba que salvaguardara la privacidad del paciente, un supervisor le sugirió que comprara pantallas de privacidad y una máquina de ruido blanco. “Estoy lista para renunciar si es necesario”, escribió a su gerente en un mensaje de texto compartido con The New York Times. “Lo entiendo”, respondió el gerente. “Muchos de nosotros estamos listos para renunciar”.