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Después de semanas de fanfarronería y escalada, el presidente Trump dio marcha atrás. Luego volvió a hacerlo. Y otra vez más. Retiró su amenaza de despedir al presidente de la Reserva Federal. Su secretario del Tesoro, muy consciente de que el S&P 500 había caído un 10 por ciento desde que Trump asumió el cargo, señaló que estaba buscando una salida para evitar una guerra comercial con China que se intensificaba.
Y ahora, Trump ha reconocido que los aranceles del 145 por ciento a productos chinos que anunció hace solo dos semanas no son sostenibles. Fue instigado en parte por las advertencias de altos ejecutivos de Target y Walmart, entre otros grandes minoristas estadounidenses, de que los consumidores verían aumentos de precios y estantes vacíos para algunos bienes importados en unas pocas semanas.
El encuentro de Trump con la realidad fue un vívido caso de estudio sobre los costos políticos y económicos de trazar las líneas más duras. Entró en esta guerra comercial imaginando una era más simple en la que imponer aranceles punitivos obligaría a las empresas de todo el mundo a construir fábricas en Estados Unidos.